viernes, 24 de abril de 2009

COMO UNA SINFONIA


La celebración litúrgica y más en concreto, la misa dominical, tiene un gran parecido a lo que sucede con la ejecución de las grandes obras sinfónicas. Instrumentos distintos, cada uno con su timbre, su tesitura, sus momentos de intervención, sus momentos de silencio.. y un director que lo conjunta todo.
Es muy importante la armonización perfecta de cada uno de los actores de la celebración, para que la intervención de unos no vaya en detrimento de los demás
Podría suceder por ejemplo, que la persona encargada de las moniciones, por su actitud o por la intensidad de su micrófono, reclamara demasiado la atención sobre sí misma, en detrimento del celebrante. (Es la impresión que me produce la monición de entrada cada vez que veo la retransmisión de una misa por TV. Esta monición, o debería hacerse antes del canto de entrada, o debería asumirla el propio celebrante).
Sucede también que la coral polifónica(o los chicos con guitarras, que para el caso es lo mismo), se toman tan en serio su papel, que anulan la posibilidad de que la asamblea cante algo.
A veces es el celebrante, diciendo en voz alta oraciones privadas, o haciendo largas moniciones en el interior de la celebración, quien priva a la asamblea de los pocos momentos de silencio que quedan en la liturgia actual.
O es el organista quien, con la potencia de su máquina, avasalla e impone su poderío, en vez de acompañar suavemente el canto, siguiendo el ritmo que el director de la asamblea considera correcto y buscando el tono adecuada a la mayoría de los fieles. (A propósito, ¿de dónde han sacado eso de que hay que tocar durante la consagración? En la ordenación General del Misal Romano, n 12 se dice todo lo contrario).
La anomalía puede venir del animador del canto, cuando se apodera del micrófono de tal modo que solo se le oye a él. O cuando impone un ritmo demasiado rápido para aquella asamblea, o demasiado lento para aquel canto, de forma que se dificulta la posibilidad de respirar normalmente.
Tampoco es normal que los lectores sean siempre los mismos, de manera que den la sensación de haber obtenido por oposición un cargo vitalicio. Sólo en el caso hipotético de que todos lo hiciera muy mal, se podría limitar a unos pocos o a uno solo. Pero está claro que cuanto más juego se dé, más participación y más interés.
Estos y muchos más ejemplos demuestran que una celebración litúrgica no es un “happening”, algo que se improvisa sobre la marcha, sino que es un proyecto que empieza en unos libros litúrgicos, pero que luego se ha de concretar en todos sus detalles y actores desde un equipo litúrgico que distribuirá los roles de cada uno. Finalmente, a la hora de la verdad, alguien, ¿quién mejor que el propio celebrante?, además de sus propias e irrenunciables competencias, cuida de que todo se desarrolle de un modo eficaz y equilibrado.
Pero con tantas misas cada domingo y tan seguidas, ¿no será eso una utopía?

ALBERTO TAULÉ


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